jueves, 26 de julio de 2012

Tentetieso



Mi primer recuerdo es de uno de mis cumpleaños. En el comedor de casa, las luces apagadas, mis hermanos mayores, mis padres, mi padrino y más gente de la que no puedo acordarme. Tampoco eran demasiados. Aquel comedor hacía honor a las estrecheces de un piso de cuarenta metros cuadrados. En él durante años convivimos ocho personas, mis padres mis cinco hermanos y yo. Por más que lo intento la imagen que tengo es de la de un mueble color beige, cuando en aquellas fechas era de color caoba. Más aparatoso, más pasado de moda, con fotos, algunas en color, la mayoría en blanco y negro. También había libros, sobre todo los de la colección de Bruguera, aquella que cada ciertas páginas intercalaba un pequeño resumen de lo contado a modo de cómic de dos o cuatro páginas. En medio el televisor, un Philips de treinta y dos pulgadas en blanco y negro. Después, en mil novecientos ochenta y dos, con la excusa del mundial de fútbol, y que el viejo armatoste llevaba tiempo dando síntomas de agotamiento, llegó el primer televisor de color, también Philips, pero esta vez de veintiocho pulgadas.

Llegó mi madre con la tarta iluminando su cara sonriente, su pelo ensortijado. No eran muchas velas, ¿tres? ¿Cuatro? ¿Cinco? Por más que lo intento no puedo acordarme. Todas las caras sonrientes se dirigieron hacia mí en el momento que el pastel quedó en la mesa. Otra vez vuelve a jugarme una mala pasada mi memoria. Veo una pequeña mesa cuadrada cuando la que había era larga y rectangular. No demasiado, pero el tablero superior se podía mover para sacar uno supletorio y así podíamos comer los ocho juntos. Mi padrino me dijo que pidiera un deseo ¿Cuál fue? Daría mucho por saber mi primer deseo expresado conscientemente. Lo único que me llega son las risas de todos y el reproche de mi padrino por decirlo en alto y la consiguiente explicación de que no se podría cumplir. Ese reproche es demasiado familiar. La auto imposición de unos ritos y unos valores que el paso del tiempo te demuestra cuantas veces se llegan a incumplir. Daba igual que la supuesta falta la cometiera un niño que sabe de valores, de tradiciones o de supersticiones. La marca en la conducta tiene siempre un principio y en mi recuerdo consciente está ése por delante de cualquier otro.

Y llegó el regalo. Un muñeco tentetieso. No sé ni como era, tampoco me importa demasiado. Lo importante, lo relevante, como una metáfora de todo lo que llegó después y de lo que queda por llegar es por más que lo empujara, moviera o golpeara, siempre volvía a su posición original. Recto y firme. Lo que no me dí cuenta en aquel momento pero si me doy cuenta ahora es el pequeño temblor después de cada embate.

El tiempo de los regalos


He comenzado este libro. Sólo puedo escribir las últimas palabras del prólogo de Jacinto Antón:

Deja tu hogar, oh joven, y busca costas extranjeras. Adelante pues no ha pasado el tiempo de los regalos, los chicos no han crecido, la nieve no se ha fundido -ni siquiera allá arriba en el Soracte- y los amigos no han muerto, ni morirán nunca mientras dure su recuerdo en nosotros.